domingo, noviembre 12, 2006

El rock, Anathema y otras gracias



El médico renacentista Marcilio Ficino recomendaba a sus amigos melancólicos, junto con el seguimiento de estrictas dietas, anteponer al pensamiento los compases del laúd. La música como medio de sanación de tristezas y del decaimiento producido por el estudio de las altas materias, siempre pareció razonable por la alegría y el goce que propinaban al espíritu. Pero cómo podía imaginar nuestro amigo Ficino que algún día la música abandonaría el concepto clásico de armonía, que se elaboraría a partir de máquinas y medios de amplificación, que se podría grabar y conservar en aparatos tan delgados como un cd o tan abstractos como el formato mp3, venciendo de esa manera al tiempo…y más aún qué pensaría de aquella gente que gozaría en reconocer sus tristezas en la música, y gastara su dinero en revivir los estados de animo que llevan a la tan dulce y cruel melancolía.
Es extraño pensar en la evolución del rock. Desde las primeras bandas de blues hasta el último idiota que grito al levantarse por la mañana “¡Viva el rock & roll!”, queda un vacío inmenso y más aún una evolución aceleradísima de un género musical netamente popular. Y no sería nada sin Bach, ni Beetohven, ni Wagner, ni Stravinsky, como al mismo tiempo luego de los Beatles ni el jazz ni lo que hoy llamamos “música docta” volverían a ser lo mismo. Desde que el rock se dio cuenta de que era rock, la historia de la música dio un paso adelante en cuanto a la experimentación más estridente que haya presenciado el ser humano fuera de los laboratorios científicos. Y de ahí hasta hoy tenemos a nuestros nuevos clásicos The Who, Led Zeppelín, Pink Floyd, Jimmi Hendrix, Deep Purple, Queen, hasta nuestra creación más morbosa llamada Radiohead.
Derive a lo que derive el rock jamás se negó a relacionarse con otras artes. Se podría decir que es nuestro paradigma de la promiscuidad. Dio para la ciencia ficción hasta para maldecir los collares de la Reina de Inglaterra, desde el fútbol hasta “Nena yo te amo”, a la poesía más alta gracias a un Bob Dylan, un Leonard Cohen, un Tom Waits o un Spinetta y quién madre se nos haya cruzado para decirnos que finalmente la vida no era sólo rock & roll, que la única verdad que poseemos es la muerte y que hay otros fuera de nosotros que también desean amor y sienten tan carnalmente el dolor.
Sin el rock jamás hubiéramos tenido el privilegio de ver a un John Lennon cubierto por sábanas blancas, acompañado de un extraño humanoide de caracteres orientales, diciéndole al mundo “Haz el amor y no la guerra” o “La guerra terminó si tú lo deseas”; ni hubiéramos visto al extrovertido maniquí de Andy Warhol pintando a Jagger, o a un Jim Morrison en pleno show de Ed Sullivan arremetiendo contra toda la moral puritana norteamericana; ni a los Sex Pistol gritándole a la monarquía “¡Anarquía!”, ni a Ozzy arrancándole la cabeza a una paloma, ni menos a un frenético Allen Ginsberg recitando sus poemas con Sonic Youth de fondo. Finalmente sin rock no hubiéramos tenido un movimiento de contracultura tan popular (y ahí radica su contradicción) y esas ganas tan adolescentes de mostrar la piel y revelarse contra el crucifijo de los padres o al menos contra sus zapatos lustrados junto al velador.
Pero al mismo tiempo no hubiéramos podido experimentar la estridencia de las emociones de forma tan desaforada, rayando lo irracional, dando en la nota misma del alma con sólo cuatro adolescentes tardíos sobre un escenario. Que una guitarra, un bajo, una batería y una voz –y agreguémosle un teclado- nos vinieran a hablar sin grandilocuencia, sin mayor utopía de la realidad misma, de esa palabra tan incómoda para los suicidas: la vida. Y obviamente el rock maduró, al menos una parte de él; dejó por un momento de sacudir las melenas y ocupó la cabeza para pensar, se dejó de los alaridos para sentarse frente al escritorio, y dejó el mercadeo para hacer arte. Si buscamos una banda que cumpla estos requisitos de madurez, aunque no totalmente conquistados, podríamos señalar sin mayores problemas a una pequeña agrupación de treintañeros de Liverpool llamada Anathema.
Anathema más allá de ser una palabra típica de los crucigramas dominicales, adquirió un nuevo sentido a partir de la evolución más que comentada que ha sufrido esta banda en su estilo musical. Son ingleses pero no son Radiohead –aunque a ratos quieran serlo-, ni Coldplay ni aún menos Oasis, ni tampoco tan lelos como Porcupine Tree ni una copia barata de los escoceses de Mogwai. Mucho menos son las sobras de Paradise Lost o My Dynig Bride ni siquiera un resquicio ilegal para imitar a Pink Floyd. Anathema es Anathema como los girasoles son girasoles, y es quizás ella un ejemplo tangible de lo que significa una maduración tanto musical como conceptual, como también de una cierta consecuencia y abolición de los prejuicios que tanto abundan hoy en las sociedades especializadas. Cometemos el error de catalogar cada hecho en carpetas, de identificarlo, de comprobar su rentabilidad y rankearlo y sacarlo al mundo desde esa chapita en la camisa.
Variando desde el death metal a un sonido que roza el post-rock y la música acústica, estos ingleses se han forjado disco a disco, con un pequeño grupo de seguidores de todas las especies, y logrado conmover con su sonido y sus letras en ambos lados del Atlántico. Estar en uno de sus conciertos –como muchos tuvimos recientemente la posibilidad- es casi no oírlos ante esa fascinación que produce su arte en oídos que no pueden ceder sino a la naturalidad y transparencia de su música. En literatura se dice que un poeta es tal cuando al menos tiene unos quince grandes poemas; aunque Anathema no haya superado ampliamente la barrera, nadie puede quedar indemne ante una canción como “A Natural Disaster” o “One last goodbye”.
Personalmente como adepto a su obra, creo que lo más intenso de Anathema es respirar esa tristeza en la que se despliegan muchas de sus canciones y sentir inmediatamente el deleite ante el reconocimiento en notas y palabras, y más aún, el goce mismo de saberse en la existencia, de mantenerse pese a todo y de saber que todavía no hemos sido vencidos, que no todo termina en el dolor. Que a pesar de que muchos se han despedido de nosotros seguimos en pie, y que tenemos alguien que nos muestre la belleza de esas pérdidas en fragmentos delicados de música. Como decía el nobel francés Albert Camus –sin dejar de tropezarse en un lugar común- la misión principal del arte es unir a los hombres.
Pocas bandas han indagado tan profundamente en los matices de la ausencia, la pérdida, el tiempo, los recuerdos, la ira, el infinito y la nada que somos. Un disco como Judgement es el abismo de una despedida, desde el ahondamiento en “Deep” hasta ese cuasi-terror instrumental ante el futuro tan bien titulado como “2000 & Gone”. Como decía el escritor italiano Claudio Magris, nada grafica tan bien el dolor por la pérdida de alguien como la evidencia de que el mundo continua su ritmo, sin nosotros; y eso es perfectamente a lo que atañe su sonido acústico, como compuesto en el borde de una cama o luego de una dosis exagerada de whisky arrojado horizontalmente sobre una alfombra. Así como Eternity comienza con la pregunta por ese otro, un ser angelical, que ha desaparecido en la profundidad de la noche, hasta concluir que ante el manto de estrellas el hombre es simplemente un momento en la eternidad, un estornudo de Dios. Y no es que Anathema nos aterrice directamente en esos problemas, no hacen ni filosofía ni literatura ni música para la academia, es sólo un grupo seres humanos que humildemente, como debiera ser todo artista, comparece ante la realidad, ante la mirada deshabitada de los días, y nos desnuda las palabras en la soledad de las horas.
Jamás lamentaremos haber escuchado “Release”, “Fragile Dreams”, “Eternity part. III”, “Forgotten Hopes” o “Flying”, ni mucho menos observar un atardecer con “Temporary Peace” en los oídos y en las pupilas. Finalmente el soundtrack que nos ofrece Anathema para nuestros días es tan variado, tan profundo y modesto que transfigura o sentencia esos momentos en que nos abismamos al silencioso enigma de la vida o cuando simplemente deseamos botar de una vez por todas el pasado que nos acongoja y angustia, marcar en el calendario aquel buen día para salir. Ya sea que los escuchemos en su faceta más rockera o en un pequeño bar europeo en una sesión acústica, sus canciones mantienen su intensidad primera, su potencial emocional y un vigor único que hace de esa experiencia algo familiar, cálida, donde las personas se miren y se sientan parte de una misma energía. Y es quizás por esto que han logrado superar a gran parte de sus influencias, y también es por esto que quizás siempre sean una banda para público reducido, una invitación, una reunión de dolientes agradecidos, de cómplices encubiertos de la vida.